Italia y sus fórmulas de supervivencia

España no encuentra grandes argumentos para temer a Italia y, de manera inevitable, esa es la gran ventaja de la azzurra.

buffon y conte

Cuando Italia llegó a Francia para disputar la Eurocopa, casi nadie la situaba entre las aspirantes. De hecho, algunos medios italianos pronosticaban que su derrota iba a ser prematura. Su grupo, en el que coincidió con Bélgica, Suecia e Irlanda, era uno de los más complicados. La ausencia de grandes nombres, a excepción de los clásicos que forman su defensa (Buffon, Barzagli, Bonucci y Chiellini), era un argumento que invitaba al pesimismo. Pocos se dieron cuenta entonces de que se cumplía un requisito innegociable para que Italia fuese protagonista: nadie contaba con ella.

Italia venció en sus primeros dos partidos, ante Bélgica y Suecia, y cayó el pasado martes frente a Irlanda. Ese también es uno de los rasgos más conocidos de la azzurra: temible ante los rivales más poderosos, perezosa ante los débiles. El equipo que dirige Conte tiene poco encanto. Posee un gran sentido colectivo, vive de su experiencia en las grandes citas y de su rigor competitivo. Es difícil encontrar lagunas en sus registros defensivos, pero es igual de complicado descubrir rastros de talento. En Italia es casi una tradición situar a los jugadores de mayor imaginación en el banquillo. Baggio, Totti o Del Piero tuvieron que pasar por el banquillo antes de ser héroes de la nación. Por eso no es extraño que Insigne, El Shaarawy o Bernardeschi, como mucho aprendices de sus predecesores, sean suplentes habituales en la selección actual. Conte prefiere a Graziano Pellè o Giaccherini, futbolistas generosos y sacrificados, que parecen ideales para el sistema de ayudas que precisa su equipo. También en la delantera aparece Eder, del que se sospecha porque regatea más de lo que trabaja. Los tres han marcado los goles de la azzurra en la competición.

En la media se combinan futbolistas de buenas intenciones, como Parolo, Candreva o Motta, con jugadores comprometidos, como Florenzi o De Rossi. Con Candreva, quizá el futbolista de mayor recorrido, surge una contradicción. Nadie sorprende tanto en las llegadas al área rival como él, pero Conte valora especialmente su repliegue defensivo. En un sistema que favorece a los carrileros, Candreva ha de sacrificarse para ayudar a la célebre defensa de tres. En ello también colabora Florenzi, un auténtico todoterreno. De Rossi pasó algún tiempo por ser un futbolista de buen trato de balón, pero cada vez concentra más sus esfuerzos en la destrucción del juego. Su técnico parece aplaudir cada una de sus entradas y disfruta de su lectura de los partidos. Las ausencias de Verratti y Marchisio han condicionado el juego de su selección, hasta tal punto que la afición justifica y festeja el fútbol solidario y eficaz de Italia.

Lecciones de historia y el enfrentamiento con España

La derrota de España ante Croacia cambió la ruta de Italia, que tendrá que medirse a La Roja, su tormento en las últimas eurocopas[1]. Lo fue hasta tal punto que ocurrió algo sorprendente: durante un tiempo, Italia se replanteó su propuesta. Ahora, ese intento parece algo lejano. Si con Prandelli el equipo trató de imitar a la selección de Del Bosque, Conte prefiere un guión que se ajusta más a la tradición del fútbol italiano. Desde ese punto de vista, no hay mayor antídoto para el juego español que el de la azzurra, acostumbrada a agruparse con éxito sobre su área y hacer daño al contragolpe.

Los grandes éxitos de Italia han llegado en momentos de dificultad. Ganó el Mundial del 82 tras derrotar al Brasil de Sócrates y Zico, que era el equipo de todos. Su fútbol virtuoso había convencido al público neutral, que veía en Italia al mismo bloque rácano de siempre. Se había clasificado tras completar una escueta fase de grupos y parecía la víctima ideal para Brasil. Pero sucedió un fenómeno absolutamente caprichoso: Italia ganó contra todo pronóstico (en el torneo también fue capaz de anular a Maradona, venció a la Polonia de Lato y derrotó a Alemania en la final). Algunos dicen que el duelo ante Brasil fue una final anticipada. El partido de Sarrià descubrió además a la gran estrella del torneo: Paolo Rossi, que llegaba tras cumplir una sanción por su relación con casas de apuestas.

En el Mundial de Alemania 2006, Italia volvió a levantar la Copa del Mundo, precedida de otro escándalo deportivo: el caso Moggi, una trama de compra de partidos que afectaba a todas las instituciones del Calcio (sobre todo al cuerpo arbitral, que Moggi designaba para favorecer sus pretensiones). La maniobra beneficiaba especialmente a la Juventus, que había logrado los últimos dos Scudetti. Bajo esas condiciones llegó la azzurra a Alemania, con un fútbol al borde de la quiebra, una liga desprestigiada y con la Juve, la plantilla de mayor prestigio del país, condenada a la Serie B. El resultado no podía ser otro: Italia fue campeona. En sus filas tenía además a muchos futbolistas bajo sospecha, que habían defendido la camiseta de la Vecchia Signora (Buffon, Cannavaro, Zambrotta, Camoranessi y Del Piero). Todos ellos fueron decisivos en el torneo.

Quizá por eso los que predicen la victoria de la selección italiana en esta Eurocopa, encuentran un pequeño inconveniente: este año no se ha producido un escándalo a gran escala en el Calcio. Sus estrellas, si es que las hay en Italia, no se han visto obligadas a la suspensión, al descenso de categoría o al escarnio público de los juzgados. Paradójicamente, eso juega a favor de España.

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Jorge Rodríguez Gascón

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[1] Italia ha cedido en los últimos enfrentamientos ante España y para ellos el partido es algo similar a un ajuste de cuentas. En el recuerdo cobra especial importancia la final de la última Eurocopa, en la que España aplastó a Italia (4-0). Fue quizá el mejor partido del ciclo de Del Bosque, una sinfonía perfecta, dirigida por la melodía de Xavi e Iniesta.

SAUDADE O EL EQUIPO TRAICIONADO

ANTÓN CASTRO // REGATE EN EL AIRE /

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El Brasil de 1950, aquel que sucumbió a la clase de Obdulio Varela, Schiaffino y Gigghia, tenía una gran estrella: Ademir, máximo goleador con nueve tantos. El de 1958 y el de 1962 contó con Garrincha y Pelé, y aquella ‘folha seca’ de Didí, un centrocampista exquisito de bigote delineado casi como un húsar. Pelé jugó, además, en 1966 y 1970, donde la ‘canarinha’ firmó un fútbol increíble: fue la máquina coral de la fantasía. Sus futbolistas parecían virtuosos de ese instante anhelado en el que el fútbol tiene música.

El Brasil de 1974 fue un equipo de transición que contó con Luiz Pereira, con Leivinha, el maestro de la bicicleta, y con un veterano Rivelinho, que tenía un juego otoñal y elegante y conservaba aquel trallazo que agitaba el ánima de los estadios. En 1978 apareció Zico, al que llamarían el ‘Pelé blanco’. En España-1982, Brasil parecía llamado a nuevas gestas, pero su media de seda y de lujo (Zico, en plenitud, Toninho Cerezo, Falçao y el doctor Sócrates, el hombre que taconeaba como un bailarín de claqué y flamenco) se estrelló contra Italia y contra su propia suficiencia; en una tarde aciaga, Paolo Rossi nos destrozó nuestro pobre corazón. Fue, sin duda, una oportunidad perdida y el origen de una saudade indefinible. En 1986 Brasil cayó en cuartos de final, y sus estrellas podrían llamarse Careca, Müller o Alemao. Futbolistas correctos, más aplicados que geniales. En 1990, Brasil se estrelló contra Maradona en la segunda ronda. Cuatro años después, un equipo desnaturalizado y físico, a pesar de sus delanteros Bebeto y Romario, conquistó el título a Italia en los penaltis. Dunga fue ‘el panzer’ del colectivo, aunque el sostén era la calidad y el sentido táctico de Mauro Silva y la imaginación de Zinho. Ocho años más tarde, en Corea, Brasil logró su quinto título y alineó a tres figuras indiscutibles: Ronaldo, Ronaldinho y Rivaldo.

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Desde entonces, Brasil ha ido de aquí para allá, más bien a la deriva, desconcertado y desconectado de su tradición. Brasil ni ha sido ni una cosa ni otra, ni puede decirse que haya enamorado jamás: ni con Kaká, ni con la promesa interrumpida Robinho ni con aquella flor de pocos días que se llamó Adriano.

El Brasil de ahora también es un equipo deshilvanado y ramplón. Carece de patrón de juego: ni tiene la ingeniería celeste de los tradicionales futbolistas del aire, que mezclaban el ‘jogo bonito’ y la samba, ni posee un organigrama sólido que sepa poner en marcha el fútbol físico que parece proponer Scolari. Sus jugadores parecen peores en bloque: si Neymar había levantado pasiones, había dado a entender que podía ser el futbolista del campeonato, ayer todo fue un naufragio. A Brasil solo se le aguanta con una bolsa de pipas gigante y mucha cerveza. Ayer nadie, nadie, salvo atrás y en instantes concretos David Luiz y Thiago Silva, dio sensación de pertenecer a la cadena de futbolistas que va desde Domingos da Guia y Ademir hasta Neymar Jr. Y no solo eso: la fortuna estuvo de su parte, en el remate final de Pinilla y en la suerte de los penaltis, donde Claudio Bravo pareció siempre un poco precipitado, incluso en el disparo que paró. Chile aguantó, supo jugar contra la adversidad de un gol en contra, igualó y estuvo a punto de provocar algunos suicidios en el país de Pelé.

Brasil es una fábrica de forofismo. Y de desmesura nacional. El país, azotado por relámpagos de miseria e injusticia en todas las regiones, ha constatado, de nuevo, su condición trágica, incluso ganando. El equipo se mueve en el filo de la navaja y solo se estremece de veras cuando entona el himno nacional. Solo en ese momento, Brasil es el Brasil de siempre. Aquel que pretendía hacer del fútbol una de las bellas artes.