Messi mira el suelo del estadio Met Life. El partido parece destinado a la prórroga, casi a gusto de todos. El único futbolista que se rebela ante esa situación es el 10. Los argentinos parecen cómodos ante esa opción, con la sensación de que la probabilidad juega a su favor. Les parece que de las tres prórrogas a las que han llegado en las últimas finales, es lógico que al menos se lleven una. Messi contempla el escenario con preocupación y protagoniza los últimos esfuerzos de un equipo calculador. De nada le sirve ahora que durante la primera parte haya forzado la expulsión de Marcelo Díaz, porque Marcos Rojo ha cometido, minutos después, una imprudencia que iguala el partido. Sus compañeros esperan un milagro del 10 y rara vez le ofrecen una solución. La presión de su rival hace que los argentinos vean el pelotazo como un argumento justificado. Cuando el balón cae en sus pies, casi de un modo milagroso, Messi arranca y acelera, pendiente de salvar la próxima patada de los chilenos. Asume responsabilidades y dirige las últimas acciones de su selección. Conduce, regatea y desborda, en busca del marco de Claudio Bravo. Su último disparo, tras una larga carrera, se va desviado.
Argentina desprecia el balón con frecuencia. Messi mira con asombro y se mueve entre la rabia interior y la impotencia. A nadie le duele un pelotazo como a Messi, que habla un lenguaje distinto del que usan Funes Mori, Gabriel Mercado o Lucas Biglia. En el fondo, ni siquiera Javier Mascherano, Gonzalo Higuaín o Sergio Agüero pueden traducir el dialecto de Messi. A la estrella argentina le asombra que su equipo cambie su plan de juego en las finales. El balón no circula por los costados, no fluye en el mediocampo y tres chilenos rodean su marca. Con cierta rebeldía, Messi los salva a menudo, aunque Vidal, Aránguiz o Silva se encargan de interrumpir su carrera con faltas. Ninguna se acerca lo suficiente a la portería de Bravo, que conoce además los secretos de los lanzamientos del 10.
Durante la prórroga, Agüero malgasta dos servicios de Messi. Leo asume con melancolía que el partido llegará a los penaltis. De nada le sirve que, tarde y mal, Argentina adelante sus líneas. En la primera parte del tiempo extra había observado el cabezazo de Agüero con ilusión, hasta que Bravo efectuó la parada del torneo, paralizando el sueño de su compañero en Barcelona. Había temblado también ante el remate de Vargas, que detuvo Sergio Romero. Si tuvo alguna esperanza durante la prórroga, esta se evapora cuando el Tata Martino cambia a Banega, el único argentino capaz de interpretar los movimientos del 10. A Messi también le sorprende que Martino no cambie a Biglia, al que ha visto jugar la final con una condescendencia cobarde. Biglia no se permite hacer nada que se salga del territorio de lo esperado, llega tarde a las disputas y comete entradas fuera de tono, como muchos de sus compañeros.
El partido se va a los penaltis y Messi se permite una confidencia, en forma de broma, con el árbitro. Herber Lopes, el colegiado del encuentro, llevaba todo el partido buscando la complicidad del 10. Casi para llamar su atención, le había sacado una amarilla por simular un penalti. Comienza la tanda y Messi intuye que su derrota empieza a tomar forma tras el sorteo. Chile disparará primero y la presión será para los argentinos. Curiosamente, se produce un fallo inesperado. Vidal, el mejor especialista de los chilenos, se topa con la estirada de Romero.
Tras el fallo de Vidal, Messi sabe que su lanzamiento será determinante. Recuerda que en la pasada final de la Copa América tuvo que ajustar su lanzamiento. Sospecha que Bravo le conoce tanto como para saber que su disparo de seguridad suele ser hacia el palo derecho. Messi recuerda entonces que si hay una distancia que se le atraganta es la de los once metros. Con todos esos tormentos, modifica su ritual. Decide tomar poca carrera y busca la escuadra de manera precipitada. Su disparo, se pierde en busca del ángulo imposible y se va a la grada. Messi estira su camiseta en un gesto de rabia y teme que tampoco esta vez podrá levantar un título con Argentina. El fútbol es así de caprichoso. Messi, el mejor futbolista del partido, ha fallado su lanzamiento. Si alguien pudo rivalizar con él durante los 120 minutos de juego fue Vidal, que movió los hilos de los chilenos. Paradójicamente, también Vidal erró su disparo.
Vive el resto de la tanda al borde de la lágrima. Empieza a asumir que la derrota es una cuestión de tiempo. Aplaude los aciertos de Mascherano y Agüero con escepticismo. Tras los tantos de Aránguiz y Beausejour, es presa de los remordimientos. Sabe que de haber marcado, Argentina tendría todo a favor. En el cuarto lanzamiento, ve caminar a Biglia hacia el punto de penalti. Siente que a su compañero le invaden los miedos. Claudio Bravo se anticipa y detiene el disparo de Biglia. Messi ya presentía el fracaso después de su fallo. Ni siquiera mira el lanzamiento definitivo de Francisco Silva. El mediocampista no falla y Chile vuelve a ser campeón de América.
Messi se refugia en el banquillo y tras contener la tristeza durante un tiempo, rompe a llorar. Messi jugó como lloró: solo, sin demasiados apoyos y sin consuelo posible. Con la sensación de que es un genio incomprendido, inalcanzable hasta para la fortuna. Ninguna imagen proyecta mejor el sufrimiento de una selección, que ha perdido tres finales consecutivas. Messi cambió el rostro desencajado de Maracaná por el llanto desconsolado de Nueva Jersey. Quizá ya entonces, cuando se le nublaba la vista entre lágrimas, meditaba su renuncia.
Messi, en su mejor torneo con la albiceleste, sigue siendo víctima de un extraño maleficio. Nunca quiso algo tanto y, sin embargo, nada le dio la espalda tantas veces.