Antón Castro / La química del gol
La Roja fue superada por Italia, 2-0, que ganó por ambición, rapidez, sentido táctico y mentalidad. El partido ratifica el fracaso de Brasil y parece el fin de un ciclo de fútbol maravilloso y épico.
¡Qué día tan triste en París! Allí, a media tarde y bajo un leve aguacero, quizá como el del poema de César Vallejo, se consumó el ‘sorpasso’: España cayó ante Italia, que se la tenía jurada, porque no jugó bien sus bazas. Le faltó mentalidad y entró dormida al partido. Ahí los italianos dieron una lección: se organizaron bien, sabían a qué iban a jugar y con quién, y tuvieron dos o tres velocidades más y un deseo contumaz de ganar, de ajustar cuentas. España no se encontraba e Italia, con sus movimientos, con su claridad y con su ambición, la dejó en evidencia: la selección de Del Bosque estuvo desarbolada y pareció un equipo sin garra, lento, lánguido, justo lo que había que evitar ante los italianos; la languidez, la melancolía, la molicie, el derrotismo.
Los pupilos de Conte -encorajinado, guerrillero y hambriento de gloria- fueron más que futbolistas bravos, que manejan los codos como pocos: desarmaron a España con aperturas a las alas, con circulación rápida de balón y con claridad de ideas. Ayer De Rossi, que siempre había sido el protector feroz de Pirlo, se reencarnó en el cerebro milanista y juventino y empezó a servir a los costados con rapidez y precisión. Parecía otro: también él sabía exactamente qué debía hacer y en qué momento.
España, en la primera parte, estuvo al borde del naufragio absoluto. Y el gol adverso llegó de una falta rigurosa a cuyo rechace los italianos reaccionaron antes, a pesar de la buena parada de David de Gea, el mejor futbolista español de largo. Llegó antes Chiellini, un futbolista veterano que conoce su oficio y que no se duerme en los laureles de los héroes refinados. Los mejores jugadores del planeta son un poco peores si no corren, si descuidan los detalles, si se vuelven perezosos o blandos, y están superados por el susto. El primer tiempo dejó un mal sabor de boca tremendo. Y hasta el propio Del Bosque personificaba el desconcierto como nunca: el desconcierto, el enojo, los aspavientos. Inferecuente en él.
Con todo, la mejor noticia es que España llegó con vida y con esperanzas a la segunda mitad. No le sobraba ni coraje ni lucidez pero pronto se vio que mejoraba levemente. Este segundo acto, sin recuperar el buen pulso de los primeros días, hacía concebir esperanzas, aunque los italianos tenía clara su misión: al menor despiste, zurriagazo al contragolpe, verticalidad, presión arriba, asalto a los cielos.
David de Gea –excepcional– sostuvo al equipo en los momentos duros, detuvo otro ataque que hubiera acabado con el partido, y España vio las orejas al lobo y se afirmó en ese detalle para jugar mejor, para tomar el mando y para buscar el empate, que debió haber llegado en las botas de Piqué, en cabezazos de Sergio Ramos y Aduriz, en un pase en profundidad de Silva. Del Bosque hizo algunos cambios: sentó a Nolito, ayer casi nefasto y confuso, desbordado y sin rigor defensivo, por Aduriz, que tuvo la mala suerte de lesionarse. Del Bosque cometió un error extraño: mandó a Morata, que mejoró mucho en la segunda mitad, al banquillo, justo en el momento en que se hacía dueño del costado izquierdo del área. Dio entrada a Lucas Vázquez, que dio la sensación de haber sido muy desaprovechado: tiene regate, frescura y ese descaro propio de los extremos indómitos. Andrés Iniesta compareció poco, a pesar de algún disparo y de alguno de sus regates de ‘Estudio Estadio’. España acusó otra flaqueza: ausencia de liderazgo y de carácter.
Con todo, más por ímpetu que por auténtico juego, pudo haber igualado el choque. Cuando aceleraba sus acciones, parecía que todo era posible, pero la profesionalidad de los italianos es indiscutible. El árbitro les echó una mano en pequeños detalles: el mamporro de Motta a Lucas Vázquez fue de lo más evidente.
España no perdió por eso. Antonio Conte le ganó la batalla táctica a Vicente del Bosque. Preparó mejor el partido y contagió codicia, rasmia, compromiso y sentido histórico a los suyos.
Quizá con el partido de ayer, que ratifica en cierto modo el desastre de Brasil, sí puede decirse que finaliza un ciclo maravilloso de felicidad y éxitos. Tal vez sea el fin de Vicente del Bosque. Este ciclo glorioso concluye casi donde empezó. Nuestro juego ideal y preciosista, copiado y elogiado en todo el planeta, sucumbió ante el coraje y la fe de Italia, pugnaz hasta la extenuación. No solo es el momento de volver a empezar, sino de volver a pensar.
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(*) Este artículo se publicó en Heraldo de Aragón el martes 28 de junio de 2016.